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martes

Perembrollos en torno a la boda real, o una excusa para hablar de la monarquía como aceptable forma de gobierno



En algunas imágenes transmitidas por televisión de la boda del príncipe Felipe de Borbón con Letizia Rocasolano he advertido las miradas de quienes protagonizan las grandes novelas de amor y de tragedia. La transmisión que yo vi era sin locución, lo cual dice mucho más en ocasiones que lo que encubren los comentarios de los reporteros, con el sonido en directo del momento en que los novios se hacían marido y mujer, con sus miradas suspendidas en los silencios, con el esbozo de un joven educado desde su nacimiento en la profesión de rey y de una chica plebeya ilusionada que había visto cómo el destino de su vida había tomado un rumbo inimaginable. Detrás de esos ojos mirando, mis ojos imaginaban el impredecible y liviano destino del hombre, qué aguardará a esa mirada de Letizia el devenir de los años? Qué verán los ojos del príncipe en su probable reinado? ...

No me siento megalómano por referirme a estos destinos y no a los de mis padres o mis vecinos, estos los conozco de cerca y algunos comparto, y no haría falta más que unas cámaras bien enfocadas para equipararlos con los de esta boda. O un algo más de atención por mi parte, por la tuya, por aquél que observa sin apasionamiento. Toda vida, y no solamente la humana, es digna de protagonizar una gran novela, toda una historia, o un cuento, porque no en vano es en ella, o mejor, en la tuya propia, en donde transcurren las historias, la historia y el consuelo. La vida que vivimos está demasiado llena de historias, y a cambio de ésto demasiado vacía de realidad. La realidad es la que alimenta a la leyenda, pero demasiado a menudo tan sólo habitamos en esta. La historia, la mente, la memoria, son el bocado que masticamos de la vida, el alimento que tomamos de ella. Pese a todo no se debe confundir la realidad con la historia.


Mirando lo que hay, pienso a menudo en la monarquía como buena manera de gobernar a un pueblo, si es que hubiera de hacerse o si es que fuera demandado por el propio pueblo. No debemos olvidar que el primer rey fue probablemente más proclamado por sus iguales como modo delegado de gobierno que impuesto ante ellos por su fiereza, como pudo serlo el primer chamán o el primer jefe de una tribu. Debo decir que en esta apreciación influyen mi modo de ser y mi gusto, pero tampoco está lejos mi reflexión objetiva de lo que consiste a un gobierno. Antes de seguir he de manifestar que prefiero el no gobierno, pero dado que la realidad de la vida en común de los seres humanos nos desmiente con demasiada frecuencia su posibilidad, digo entonces que prefiero el reinado. Si bien es cierto que un ciudadano del pueblo puede estar preparado por su vida y deseo desde su nacimiento para gobernar un estado, hay más dificultades de que así suceda a diferencia de por continuidad de un linaje. Me refiero que desde su origen esta forma de gobierno está adaptada a esa labor y a esas servidumbres (no me debo referir ahora tanto a los injustos privilegios y excesos que tanto los reyes como jefes, presidentes o papas nos tienen acostumbrados) y no resultaría adecuado el desaprovecharlo. Cuando se debate entre monarquía y república yo, personalmente, prefiero la primera, si es que debiera haber alguna, pero con la matización de que sirva a la Res Publica, es decir, al pueblo soberano que en el rey delega, al bien común. Ese acento democrático es tan importante para mí que la hace o no válida en función de que sea así o no en la realidad. Se puede poner como ejemplo de esta forma monárquica, en efecto, a la nación española actual, lo que se adjetiva como monarquía parlamentaria. No sé si es este el mejor modo de plantear una monarquía con fundamento popular, de hecho el sistema democrático parlamentario español es más un sistema dictatorial de partidos y mayorías que de participación colectiva. Yo vería otros modelos, pero lo que dejaría como valioso sería esta amigable hibridación de monarquía y cosa pública, de profesión real para coordinar y de eficaz control popular, de cabezas reales en las que descansar la corona y de respaldo de un consenso colectivo auténtico. No sé demasiado bien como se puede lograr esto de la mejor manera, pueden haber otras formas de gobernar a quienes quieren vivir en comunidad, pero el arquetipo monárquico, como el arquetipo divino, siguen a mi entender estando ahí como una de las mejores opciones ante la pobreza y uniformidad de las vidas.

De todos modos, no me interesa demasiado la opción política a debatir, preferiría debatir la opción más natural, más rica, menos vacía de ordenarse en común. Por eso las historias, como las de D. Felipe y Dª Leticia, continúan llenando nuestros recuerdos y nuestra imaginación para paliar en algo la contemplación de una escuálida exigua y raquítica realidad.



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